2 de junio de 2011

Para decir adiós


La chica de cabellos oscuros entró corriendo al hospital con el sentimiento de desesperación paralizado en el pecho. Había sido uno de esos días – bueno, uno de esos meses o años – en que nada salía como lo esperabas. Había perdido su trabajo y su carro había muerto gracias al impacto inoportuno de un hombre que guiaba dormido. Ahora, con un giro hacia lo realmente horrible, aquella llamada recibida en la madrugada. La que la sacó de la cama con el pánico en la garganta, con la voz pausada de su madre al otro lado y el silencio prolongado de la impresión muda.

Irónicamente, afuera el sol brillaba intensamente anunciando consigo la magnífica llegada de un verano idílico. Adentro, sin embargo, el blanco clínico de las paredes en conjunto con los rostros tétricos de pacientes y familiares hacían de aquel lugar un espejismo de esperanza, una fachada brillante de mataderos y disecciones sangrientas. Aquel lugar era su pesadilla constante, el único sitio que realmente odiaba en el mundo. Las paredes le causaban claustrofobia y la acosaba el sentimiento de no saber consolar a la que lloraba desesperada en la silla junto a la suya. Especialmente, cuando esa persona era alguien querido, alguien amable que siempre había estado ahí para ella. Especialmente, cuando era su madre.

Guiada por letreros, con la tenacidad de quien odia pedir direcciones, llegó hasta la sala de espera del área de cuidados intensivos. Se detuvo, por fin, un segundo y respiró profundo antes de mirar alrededor. Un segundo para sí antes de ser devorada por la retahíla de familiares necesitados de un abrazo o una palabra de consuelo. Antes de tener que afrontar la mirada triste que se ocultaba tras una fachada eficiente en los ojos de su madre. Un segundo para recordar. Un segundo… que se fue rápidamente cuando el cuerpo menudo de su madre la abrazo de repente.

Él la había esperado, le decían. Que había esperado por ella, que preguntaba por ella, comentaban. Su madre le sonrió tristemente – una de esas sonrisas forzadas que uno le da a la gente a manera de apoyo – mientras la acompañaba hasta la puerta. Al entrar lo vio en su cama con tubos saliendo por todas partes como enredaderas. Como si esperaran que intentara escaparse cuando nadie lo miraba. De cierta forma, ella también esperaba verlo brincar de la cama en cualquier momento con una sonrisa profunda y un abrazo mullido. Esperaba volver a verlo bailar merengue en la sala de la casa de San Lorenzo o escucharlo hablar de sus mil negocios fallidos, sus ideas por realizar, su deseo de trabajar, de vivir, de ser. Él era esa figura eterna que llevaba plasmada en el corazón desde pequeña. La figura paterna que entraba y salía de su vida dejando tras de sí un olor fuerte a café negro y sucio de campo.

Era su abuelo, pensaba mientras se sentaba lentamente y le tomaba la mano. Luego, cuando todo esto hubiera pasado, ella lloraría simplemente con el recuerdo. El recuerdo de su mano en la suya. Porque ese hombre era una de esas luces pequeñas que alumbran la vida y aún luego de extinta, el recuerdo de su brillo persiste en nuestras memorias. Después, ella vería el ataúd descender dejando atrás simplemente una fila de corazones tristes y visitaría cada año su tumba para llorar otra vez su recuerdo. Pero en ese momento eterno, cuando su mano tocó la suya y él abrió los ojos sonriéndole… Ese momento permanecería por siempre en su corazón.

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