19 de junio de 2007

Pelea







Cansado, se quita la corbata, tira el maletín sobre el sofá y se masajea las sienes. Ha sido un día largo y llegar a casa es cada vez un martirio mayor.

- ¡Sophia! ¿Dónde estás? – un ruido de botellas chocando lo llevó a la cocina, donde ella movía las manos nerviosa sobre el tope del fregadero. - ¿Qué hacías? – Sophia volteó su rostro hacia él. Sus ojos oscuros flameaban de coraje, su cabello negro llevaba más de dos días sin peinar, su traje de flores amarillas le acentuaba la piel y sus labios carnosos estaban transfigurados en una mueca de nausea.
- Probando la reserva, ¿qué más?
- Sí, olvidaba que vives agobiada con el estado de nuestra casa y su buena presentación. – contesto irónico señalando a su alrededor la casa desmantelada.
- ¡Ya me cansé!
- ¿Tú te cansaste?
- ¿Dónde andabas?
- Trabajando.
- Son más de las siete.
- No me digas que me extrañaste.
- Ya me cansé de tu falsa ironía y tu forma galante de andar por el mundo como si cada paso asegurara un segundo más de tu dominio total. Ya me harté de tomarte el tiempo del trabajo a la casa, demblando, sudorosa y nerviosa de que te desvies a andar por el mundo olvidando mi espera de caricias y amor. Esperando el momento en que salgas huyendo con otro pecado de piernas ligeras que suene a traición. Pero el corazón, maldito engreido, obstinado, inseguro se ancla a tu amor.
- Así que sinceros al fin, ¿eh? Pues yo también me cansé. Ya me cansé, de tus nervios ligeros, tu impotencia continua mirando el reloj. ¿Dónde esta la mujer que tu eras, la que me hablaba mirando a la cara y me sonreía, orgullosa del mundo, y segura de si? ¿Dónde esta la mujer que un día entre suspiros de llanto me dijo que sí?
- La mataste…
- ¡Ja! ¿Yo?
- La mataste el día que tu aliento hediento de alcohol murmuro entre las sábanas de otra mujer su canto de amor.
- ¿La maté? ¿Cómo se mata lo que ya está muerto? ¿Lo que se suicida a paso lento en medio del caos?
- ¡La mataste! La tomaste en tus brazos y la desangraste. Le sacaste el vivir en una sola ración. La mataste, la agobiaste, la dejaste sola en el medio de su hondo dolor. La mataste el día que la abandonaste entre sábanas de terciopelo y un nombre extraño que salió entre tus labios en medio de nuestra pasión.
- ¿Y me culpas? Me cansé de tus nervios ligeros, tu impotencia continua mirando el reloj. Me cansé de tus sueños lejanos, arrancados en medio del fango pudrientos de perdón. Me harté de tu mirada perdida entre el sufrimiento de otra noche intranquila, horizontada, estrujada, entre el candor de una obsesión. Me cansé de esperar que maduraras y dejaras atrás los celos enfermos que amargan tus días y mis noches continuas recordando la otra que conocí.
- ¿Lo aceptas? ¿Tan frescamente en mi cara la aceptas a ella?
- Sí... Pienso en la otra... la otra que conocí.
- ¡Atrevido! ¡Mal nacido! ¡Me engañaste! ¡Me mentiste al jurarme amor eterno! ¡Bastardo arrogante de poca moral! – Sophia arremetió sus puños pequeños contra el pecho de él. Tomándola facilmente por los brazos la pegó a su rostro y mirando sus ojos le susurró.
- Esa mujer que tantos celos te causa. Aquella, que te desvela en las noches... es la mujer que tu eras, la que sonreia, orgullosa del mundo, y segura de si. ¿Dónde esta la mujer que un día entre suspiros de llanto me dijo que sí? – Su murmullo la desarmó un momento y el silencio se regó como veneno por la habitación. Pero Sophia impulsada por el sufrimiento y el alcohol se soltó de sus brazos y dándole la espalda le volvió a reclamar.
- Está muerta. La mataste… el día que tu aliento murmuro entre las sábanas de otra mujer su canto de amor.
- ¿La maté? Sí, quizás esté muerta. Quizás la mataste, el día que olvidaste arrancarte del alma el rencor de un amor juvenil que te desangra las venas y no te deja ser la mujer hermosa y segura que conocí.
- ¡Tú la mataste! La mataste, la tomaste en tus brazos y la desangraste. Le sacaste el vivir... La mataste, la agobiaste, la dejaste sola en el medio de su hondo dolor. La mataste, el día que la abandonaste entre sábanas de terciopelo y el profundo sonido de un adiós.
- Si abrieras los ojos y dejarás tu letanía continua de cantante sin voz. – su voz no era más que un susurro en el espacio vacío entre los dos. - Si miraras de frente y vieras en mi rostro el deseo escondido de verte feliz. Si entendieras que te amo, más que a mi vida, que por eso he aguantado todos estos años de terrible traición. Porque yo sé lo que tus gritos esconden. Lo que tu cuerpo me oculta y enfría tu amor. Porque eso por lo que tanto me gritas, por lo que tanto me odias... no soy yo. Ya lo sé...
- Por dejarme, por abandonarme... – Insistió debilmente.
- ¡No! Me peleas, me gritas, me insultas porque cuando no estoy tienes miedo que haga lo mismo a lo que tu carne sedio.
- ¡Mentira!
- ¡No mientas más! Me odias... Porque soy la razón de que nada se diga. Porque es mi culpa que te ames a escondidas con aquel otro amor. Aquel, que se cola en tus días, que ha inrrumpido en nuestra casa y dejado sus huellas entre tu piel perfumada. Aquel, que hoy escondes en un rincón de tu corazón. Aquel... que hace dos días te ha llamado a escondidas mientras yo no estoy y entre excusas vacías te ha dicho adiós.

La Amazona


Antlia se retiró una hebra de cabello de los ojos y volteó su atención al agua helada a sus pies. Las niñas reían y jugaban salpicando agua entre ellas. Era su labor el compañar a las más pequeñas a bañar, además de su parte preferida del día. Las niñas eran aún muy chicas para que su entrenamiento fuera realmente fuerte lo que las hacía hijas del bosque, corriendo y riendo sin ninguna otra cosa por la que preocuparse. Antlia simplemente las observaba seriamente desde la orilla. Acercó su arco a su vientre y alertó los oídos a cualquier ruido en la distancia. Era poco probable que alguién fuera lo suficientemente suicida para aventurarse hacia donde ellas nadaban pero la costumbre y el entrenamiento le habían enseñado la ventaja de la constante alerta.
Antlia era una mujer hermosa de cabellos negros hasta la cintura, labios llenos y firmes, nariz un poco grande y respingona pero su mejor atributo lo eran sus enormes ojos azules. Su madre decía que la misma Diana le había regalado dos pedazos de cielo nocturno que había puesto a brillar en el rostro de su hija. Su cuerpo parecía, a la distancia, más bien el de un joven fuerte, pesado y de músculos cortados en batalla, hasta que te acercabas lo suficiente para notar la curva de sus caderas, su cintura estrecha y el indicio de su pecho. Sus senos pequeños le permitían el uso del arco sin dificultad por lo que había podido conservar ambos; pues era la costumbre cortarles el seno derecho para manejar más facilmente el arma. El sonido de una rama al romperse la tensó automaticamente, el arco pegado a su cuerpo y su mano lista para extraer una flecha del saco a su espalda de ser necesario. Esperó, calmada, escuchando el silencio.

Marte observaba con atención los movimientos de sus llamadas hijas. Eran mujeres hermosas, fuertes y decididas que no respondía ante ningún hombre. Eran Amazonas, pensó y sonrió. Sus cuerpos fuertes y esculpidos podían rivalizar a cualquier hombre en la batalla y muchas veces lo habían hecho. Pero ese día una mujer en específico le interesaba. Había escuchado a Otrera nombrar la joven guerrera que había causado gran revuelo al tomar por amante una joven aprendiz llamada Phoebe. Se hablaba de la belleza excepcional de Antlia como de una leyenda que camina entre la gente, y su comportamiento público no era bien visto por Otrera, reina de las amazonas. La primavera se acercaba y con ella los dos meses de apareamiento con la tribu vecina. No era momento de tener una amante, sino un amante. Pero la muy necia de Antlia, luego de haber asesinado a más de los tres enemigos que se le exigían a las amazonas antes de poder perder su virginidad, se habia empeñado en continuar virgen. Ésta noción y el hecho de que fuera conocidamente hermosa lo llevaron aquella tarde a los alrededores del río donde las jóvenes se bañaban. Al verla de pie junto a las aguas quedó rendado de su piel tostada por el sol, y sus largos cabellos. La observó literalmente alzar las orejas y voltear su rostro en su dirección. Los ojos más azules que jamás había visto lo dejaron suspendido en su reflejo, incluso hasta después de haber ésta apartado la mirada. Fue entonces que tomó la decisión de poseerla. No estaba acostumbrado a engañar, ni pedir por lo que deseaba, sino simplemente a tomarlo, pero la situación podría resultar peligrosa para aquella joven tan hermosa. No que realmente fuera la vida de ella lo que lo preocupara, sino más bien su propio deseo. Planeó, entonces, recordando los mil ardides de su padre para violar y poseer mujeres. “Esta noche”, se prometió, alejándose de vuelta a los brazos de Otrera.

Esa noche Antlia se acostó a esperar a su amante, Phoebe. La joven la había conquistado al comenzar su etrenamiento. Antlia había ayudado esa tarde con el manejo del arco, que era su especialidad, cuando una joven de cabellos rubios y ojos extremadamente verdes había caminado hacia ella. Su tímidez no impedian su bravío modo de expresarse, sus pasos ágiles y largos, y aquel seno izquierdo que se movía ligeramente con su caminar, conferiéndole el aspecto femenino que su estatura no podía quitarle. Pues Phoebe era como un tronco: alta y ancha, de gran fortaleza y caderas astronómicas, de carácter noble, y decisión implacable. Era una mujer de la que debías cuidarte, pero Antlia nada más verla quedó prendida de la combinación extraña entre mujer y gigante que la misma presentaba. Era su primera amante, y no tenía queja. Sus caricias lograban siempre complacerla y sus besos jugaban maniobras increíbles en su ser. Esa noche no sería diferente, de eso estaba segura.
Cuando al fin, luego de tanta espera, Phoebe apareció frente a ella, como una diosa desnuda. Su cuerpo la atraía y sin poder evitarlo comenzó a acariciarla, pero la otra mujer demasiado apasionada y violenta la empujó contra el suelo y comenzó a arrancarle las ropas. Ya desnuda antes sus ojos suspiró y comenzó a acariciarla; pero su comportamiento alertó a Antlia de que algo no estaba bien. Al intentar detenerla en su arrebato la otra mujer enfureció.

- ¿Te atreves a repudiarme? ¡A mí a quién deberías estar dando gracias por la atención que te presto! Que te favorezco en éste momento por encima de la misma reina Otrera. Eres una muchacha y nada más. No olvides que con mi favor llegarás más lejos que con mi rabia y acuéstate a mis pies. – Incrédula, Antlia escuchó cautivada.
- ¿Qué derecho tienes, oh gran dios Marte, de exigirme que desvista mi honor a tus pies? ¿Cuándo has venido a mi auxilio en batalla y me has librado de alguna herida de las que ahora me cicatrizan la piel?
- Estás viva, niña, no exigas más. – El silencio se apoderó del espacio. Marte se acercó a ella y ésta retrocedió hasta la pared donde había recostado su arco. Sujetó a ciegas una flecha y usándola a manera de puñal hirió el hombro del dios que rabioso, la tiró en el suelo violentamente y sin miramientos, ni caricias o besos la violó brutalmente, desgarrándola. Antlia luchó con él, pero ¿ que posibildades tiene un mero mortal contra la furia de un dios? Lastimada, amoretada y dolorida se quedó tendida en el suelo. Marte la miró, su orgullo evidente, y se sintió complacido.
- Escucha bien lo que voy a decirte, Antlia. Cuando vuelva deberás recibirme con los brazos abiertos, ansiosa y dispuesta para mi embate y prometo compensarte en su momento con aquello que tu corazón desee.


Un mes había pasado en el que las visitas de Marte eran cada vez más frecuentes; y tres mujeres celosas hervían de rabia en su soledad. Phoebe, sonfinada a noches solitarias sin su pasada amante decide comprobar por sí misma por quién había sido sustituida. Oculta entre las ramas espiaba a Antlia cuando Marte apareció tras ella en la forma de Otrera y tomándola de la mano la adentró en el bosque. La rabia que lleno su sistema fue suficiente para planear su venganza y esa noche cuando todos se habían retirado se escabulló entre las guardias apostadas a la puerta de la reina. Al ver la reina Otrera despierta, se sorprendió.
- No creerías que podías entrar tan facilmente a mi presencia, ¿o sí?
- Entonces...
- Tenía curiosidad. ¿Qué deseas?
- Usted y Antlia me han humillado. Mi honor exigue remuneración.
- ¿De qué hablas, niña impertinente?
- ¡Ustedes son amantes y no se moleste en negarlo pues las ví entrar juntas al bosque esta tarde! - ¡Imposible! – Una luz potente las cegó unos minutos causándoles tal sorpresa que sus palabras quedaron a medio decir, la luz se extinguió y el silencio se prolongó. Ambas miraron hacia la mujer hermosa que acababa de aparecer. Sus facciones perfectas, su cuerpo escultural, y ese aire de irrealidad le confirmaban que estaban ante una deidad.
- Antlia – el nombre salió como veneno de los labios de la diosa – Esa mujer entretiene en su lecho mucho más que los rizos de una reina. – Phoebe y Otrera la observaron atentamente. – Una cosa es una aventura pasajera o incluso temporal – dijo mirando a Otrera – pero el abandono de mi lecho por el de una simple mortal es una ofensa que no pienso soportar. – Finalmente comprendiendo que ante ella estaba personificada la diosa Afrodita en toda su esplendura ambas mujeres cayeron a sus pies. La rabia y los amorios de la diosa con Marte, eran legendarios.
- ¡Levantense, desgraciadas! Tú – dijo señalando a Otrera – que no dudas en pasar tus noches en los brazos de un dios, no deberías tampoco dudar al enfrentar a su amante. Esa mujer consevirá tres hijos varones que brillarán por encima de las mujeres de tu tribu y suplicará a Diana que los convierta en tres hermosas mujeres para evitarles el sacrificio que tu despecho pueda causarles. Debes impedir que estas niñas crezcan o dominarán a las Amazonas como sólo hombres disfrazados de cordero pueden hacerlo.
- Disculpa, oh diosa, pero ¿por qué me adviertes de éste destino?
- ¿Eres o no la reina de las Amazonas, Otrera? Si los celos de Marte me costaron algún amante, los míos le costarán su preferida. – Con esto desapareció.


Casi un año más tarde las predicciones de la diosa se cumplieron. Antlia dio a luz a tres varones grandes y fuertes como su padre. Desdichada comenzó su canto a la diosa Diana, asistora de partos, cuando Otrera apareció ante ella con su guardia lista para arrebatarle los recién nacidos. Desesperada Antlia llamó a la diosa para que salvará a sus hijos y a ella de las garras seguras de la muerte en que se encontraban. La diosa escuchó su llamado y apiadándose de ella la elevó junto a sus hijos y la posicionó en el alto cielo rodeada de la Hydra, Pyxis, Vela y Centaurus.