17 de octubre de 2006

Carbones sudorosos




Soledad de martirios carbonizados en las secuencias oscuras de un alma revuelta por el afecto ajeno del que nunca recuerda el día de la resurección de tu cuerpo y su cuerpo enrredados entre un charco de esperma de vela, sábanas olvidadas en un baúl vaporoso, y una señal de miércoles de ceniza haciendo aún más morboso el encuentro de dos negros violentos sodomisándose en un viejo motel de la carretera vieja de Caguas con adornos egipcios. Al entrar 40 dólares y un pote de vaselina. Al salir amores jurados que se quedan en la esquina y una vez más padre y monaguillo en la misa del domingo.


Sheila L. Ramos
Universidad de Puerto Rico
17 de octubre de 2006
4: 38 p.m.

*Suspiro*


¿Amor? ¿Cómo se puede llamar amor el golpe precipitado, la patada directa a las costillas de un hombre que decía adorarte, que besaba tu rostro, y secaba tus lágrimas? Pero aguantas por amor, por ese amor que algún día sentiste, ese que hace unos años era tan bello, tan sublime. Los momentos horribles los cura la inconciencia, te dices mientras tirada en el suelo, en un charco de tu propia sangre, no puedes ver sino oscuridad, y piensas que al menos, pronto perderás el conocimiento. Y rezas, suplicas, y cuando al fin llega la oscuridad la abrazas con todo tu espíritu. Al despertar, vuelves al mismo martirio, al mismo calvario. Todo por él, porque no es su culpa, al menos eso dice. Es tu culpa, porque tú has cambiado, porque ya no lo tratas igual, porque ya no lo amas igual. Es tu culpa, te grita con cada golpe que te da. Y tú, pobre ingenua, pobre muchacha necesitada de afecto se lo crees. Porque él no era así, él era perfecto. Era guapo, bueno, exitoso, sensible… Era el hombre de tu vida. Lo que nunca pensaste era que el hombre de tu vida podría ser también el hombre de tu muerte. No es tu culpa… pero eso no lo verás porque los golpes te han hinchado los ojos severamente. Y el llega arrepentido, como otras veces, con un ramo de flores más grande que su conciencia y te pide perdón, repite la misma promesa de antes. “No lo volveré a hacer. Buscaré tratamiento para mi coraje. Te amo.” Y tú llorando, le vuelves a decir que sí. ¿Por amor o por miedo? No lo sabes pero no importa demasiado, tu cerebro ya está entumecido por los medicamentos para el dolor. Pasa un mes, y el regresa siempre de buen talante, feliz, te besa, te abraza, y ayuda al niño con las tareas. Tu hijo, ese pedacito de vida que hicieron juntos es lo único bueno que ha salido de esa relación. Lo sabes, por él no te puedes ir, porque adora a su padre. ¿Cómo separarlos? El niño sonríe y mira a su padre con ojos grandes, muy abiertos, expresivos, mientras le ayuda con las tareas. ¿Lo adora realmente o le teme? Una semana más tarde llega ebrio, tirando todo lo que encuentra en su camino, molesto pues la junta de trabajo no fue bien y perdió una cuenta muy importante. Intenta acercarse a ti, el niño se esconde tras tu cuerpo. Te planta un beso con olor a whisky y pega tu cuerpo a su cuerpo. Tu lo alejas con los brazos. “No, por favor. No.” Pero él te golpea, fuerte, rápido, en pleno rostro. El niño se asusta y grita. El padre lo toma por uno de sus pequeños brazos y alza la mano… ¿Qué haces? Es tu hijo, tu pedazo de sol en ese infierno. Tomas lo primero que encuentras y le das un golpe fuerte en la cabeza. Inconsciente, ha quedado insconciente. Sin perder tiempo, corres… por tu vida, por la de tu hijo. Momentos desesperados, riesgos… pero si esto no hubiera pasado, y si hubieras sido tú la que estuvieras inconsciente en el suelo. Quizás hubiera logrado matarte, por fin, ¿entonces qué? ¿Qué hubiera pasado con tu hijo? Una decisión a tiempo es importante… ¿Por qué la dejaste para tan tarde? Y correr, correr del maltrato físico, emocional, espíritual del que fuiste víctima por tanto tiempo. Correr… el resto de tu vida.

Sheila L. Ramos
16 de octubre de 2006
4: 04 p.m.